LA FURIA DE LA TIERRA

Ecuador es una tierra bendecida, con su clima único y su posición bajo la línea ecuatorial es un paraíso dentro de la Tierra. Sin embargo, hasta el más hermoso paraíso tiene sus problemas. Ecuador también es la tierra de los volcanes y los terremotos. Varios han sido los fenómenos naturales que han atacado al país y han afectado a millones de personas, a lo largo del tiempo, dejando a su paso muerte, desolación, tristeza y, a veces, esperanza.

El 5 de agosto de 1949, a las dos de la tarde, la tierra bajo el Tungurahua se embraveció; un sismo de 6,8 grados se presentó de forma imprevista y sacudió todo. El país lo recuerda por haber destruido Ambato, pero no fue la única ciudad afectada. Píllaro, de forma casi invisible, estuvo en riesgo de desaparecer, así lo recuerda Doña Michita:
Tenía 13 años, casi 14 porque me faltaban dos meses para mi cumpleaños. Volvía a mi casa en La Esperanza desde el terreno de mamita cargando unas ocas para comer. Ni bien yo entraba al patio de la casa cuando empezó ese movimiento horrible. Me asusté muchísimo, tenía el corazón acelerado. ¡Ahí quedaron las ocas! Las boté y salí corriendo a la calle. Ya estábamos todos afuera cuando nos dimos cuenta de que faltaba la Teresa, que ahí era bebita todavía. Yo me corrí para adentro, intentaba no caerme porque el temblor no me dejaba caminar. Ella estaba en la hamaca durmiendo, le marqué y salí corriendo, y mientras corría, atrás se iban cayendo las paredes, las piedras me rebotaban en los talones.
Lo más raro era que la tierra no temblaba de lado a lado como ahora. Parecía que hervía. Se movía de arriba para abajo, partes partes. Ahí desde la Esperanza se puede ver Pelileo y yo me acuerdo clarito como la tierra se abría, así como una boca, y se tragaba todita la ciudad. Luego se cerró y fue como que nunca hubo Pelileo en esa parte. Se podía ver clarito como las casas se movían e intentaban no caerse. Además, se había levantado un enorme polvareda y luego de un rato cayó un aguacero. Y nosotros sin tener donde escampar.
Luego ya nos empezamos a enterar de lo que pasaba en otros lados. En San Miguelito supimos que se había caído el zaguán de la escuela sobre una señora y su hijo, las casas de Don Lucho Robalino se habían caído, las torres de la iglesia con las campanas estaban el suelo y la plaza, que era tan bonita antes, tenía una grieta enorme. La gente sabía decir que si había otro terremoto San Miguelito terminaba abajo, al lado del río Quillán. En el centro de Píllaro, supimos que también se cayó la iglesia con los niños de la catequesis adentro. Una señora que vivía al lado del parque les había dicho a los hijos que se salgan, que se salven y ellos no le habían hecho caso. Ahí se cayó la casa con todos adentro.
Ya luego del susto nos tocaba volver a las casas, pero las réplicas siguieron casi un mes. Todo el barrio tenía miedo de dormir y que se le cayera la casa. Papito Julio juntó a otros señores del barrio, y construyeron la plaza. Ahí dormíamos todos, 6 meses dormimos ahí. Teníamos unos canchones, unos llegaban con los animalitos que se habían salvado.
De ahí empezaron a enviar las ayudas, pero los más vivos se llevaban todito. Mis ñañas y yo éramos pequeñas y no podíamos pelear con los hombres por conseguir los bultos de ropa, o nos tocaba esperar sentadas hasta bien tarde para conseguir una libra de manteca. Papito hasta trabajó un día entero para reconstruir la escuela y que le dieran una cobija para nosotras. ¡Una cobija! ¡Para las cinco!
Luego de esos 6 meses, ahí recién se nos fue el miedo y todos volvimos a las casas. Llegábamos y veíamos que se habían caído los techos y nos tocaba poner de nuevo las tejas. Hubo gente que perdió toda la casa y tenían que volver a construirlas. Ahí nos uníamos todo el barrio, hacíamos mingas. Nadie se quedó sin casa.
Pasó lo mismo que pasa en Manabí, lo que les mandamos se han de ver llevado los vivísimos. Los pobres andan pidiendo a ver que pueden conseguir, vendiendo lo poco que les queda. Y nadie hace nada. Por eso a mí me dan miedo los temblores. No puedo dormir, tengo que estar viendo que no tiemble de nuevo. Yo no me olvido pues de este terremoto, mi Píllaro casi terminó como Pelileo, bajo la tierra.

Ella recuerda, con igual terror, el terremoto ocurrido en abril del 2016 en las costas de Manabí. Eran casi las 7 de la noche cuando inició el movimiento de 7,8 en la escala de Richter. Varias ciudades fueron afectadas, las principales: Cojimíes, Jama, Chone y Pedernales. Roxi Hidrovo recuerda cuando junto a su familia, en Canuto, sintieron uno de los golpes sísmicos más fuertes en la historia del Ecuador:
Estábamos sentados en la sala conversando. Allá en la costa se merienda tipo 6 de la tarde, así que ya nos estábamos alistando para ir a dormir porque trabajábamos al día siguiente. Los niños estaban jugando. De pronto sentimos un sacudón, nos vimos y dijimos temblor. Dos segundos después inició el verdadero movimiento. Era un vaivén que te llevaba para delante y detrás.
En la casa todo se movía, parecía que de un rato a otro se iban a romper todas las cosas. Se sentía como si estuviéramos en el mar. No podíamos pararnos porque pasaba una ola y llegaba la siguiente a tumbarte. Acá tenemos los aljibe (tanques de agua) sobre las casas, con el movimiento, del mío caía el agua a chorros y hacía un estruendo espantoso como si diluviara. Parecía el fin del mundo en ese momento. No teníamos luz, el agua nos caía por todo lado y estábamos a completa merced de lo que quisiera hacer la tierra.
Yo estaba en la puerta de la casa. Podía ver hacia afuera y ese terrible espectáculo que se vivió. El suelo parecía mar mismo. Eran olas de tierra. Los árboles de plátano se curvaban hasta llegar al suelo y lo repetían hacia el otro lado. También los postes de luz, pero con las explosiones de los focos. Fuera de eso, había un silencio de cementerio. Los animales no chillaban ni nada, solo se quedaron callados y quietos.
Fue un terror demasiado intenso y largo. El cielo estaba iluminado con destellos, parecían fuegos artificiales explotando en el cielo. Todas lo vimos. Cuando acabaron las luces en una tremenda explosión se acabó el terremoto y parecía el día de nuevo, se veía todo clarito a pesar de que eran las 7 de la noche. Lo que siguió fue escuchar los estruendos de las casas, árboles y postes cayéndose.
Luego quisimos llamar a las familias. Los teléfonos funcionaban a medias. Solo podíamos decir: se cayó…terremoto…acá y se cortaba. Luego nadie quiso dormir dentro de las casas, dormimos afuera. Los niños bajo la mesa con el toldo. Al día siguiente, el paisaje era como el que queda luego de un bombazo. Casi no quedaba nada. El miedo se apoderó completamente de la gente. La gente siguió durmiendo afuera y las réplicas solo aumentaban el terror. Gritaban: otra vez, mierda, otra vez. Así siguieron por un mes y más.
Empezó a salir la viveza de la gente. Los que tenían electricidad la alquilaban por una hora a 30 o 50 centavos. Una señora incluso vendía las cubetas de huevos a 20 dólares, Se abusaban. Querían aprovecharse de la necesidad de la gente, del hambre y la desesperación. Aún así hubo gente buena. Las casas empezaron a cavar pozos y repartirlas entre todo el barrio para poder bañar a los niños y cocinar. Algunos apoyaban a quien podía, curaban las heridas o simplemente ponían su parlante con música en la calle, como para dar ánimo al resto. Para recordar que seguían vivos.

Ya han pasado tres años desde el terremoto en Manabí. Y han pasado 70 años desde el ocurrido en Ambato. La gente sigue sin superarlo. Hay personas que, incluso siendo médicos, no soportaban la imagen que había quedado en esos lugares. El olor a cadáver, la sangre por todos lados, el silencio sepulcral. Además, está el egoísmo, las malas miradas. La gente que aplasta a los otros, aunque no necesiten tanta ayuda como otros.

Los movimientos de olas o de hervor han marcado a la gente que se despiertan en la noche, con los sentidos alertas, por si se repite. Tienen los zapatos de calle junto a la cama, una cobija para el frío. No cierran completamente las puertas por si deben salir corriendo.
Las personas, ya mayores, que viven en Píllaro, Ambato, Pelileo; y de todas las edades en Cojimíes, Jama, Chone y Pedernales han sido testigos de la inclemencia de la naturaleza y de la propia gente. Pueden dar fe de lo mejor del ser humano, de lo más oscuro dentro de sus almas y de lo inevitable del destino. Sus vidas han cambiado para siempre, y difícilmente volverán a ser iguales.

En Manabí, cada 16 de abril habrá personas que solo pueden extrañar a quienes partieron y encender una vela por su memoria. En Tungurahua, habrá memorias que ya no tienen quien las recuerde. La naturaleza es inclemente y no perdona, en Manabí y Tungurahua, como en muchos otros lugares, la gente paga por la furia que lleva la tierra dentro.

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